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Antes de comenzar con el comentario, es necesario aclarar que no encontre el libro "La nobleza de la educación" y por tanto encontré la de "La nobleza del Estado", de esta manera mi comentario se encuentra en base a este libro.


La primera parte consta de las formas escolares de clasificación
1. Pensamiento dualista y conciliación de los contrarios
2. Desconocimiento y violencia simbólica

La segunda parte se refiere a:  la ordenación
1. La producción de una nobleza
2. Un rito de institución
3. Las ambigüedades de la competencia

La tercera parte dice: el campo de las grandes écoles y sus transformaciones
1. Un estado de la estructura
2. Una Historia estructural

La cuarta parte:  el campo del poder y sus transformaciones
1. Los poderes y su reproducción
2. Escuelas del poder y poder sobre la economía
3. Las transformaciones de la estructura del campo del poder

Y la quinta parte nos habla de: poder de estado y poder sobre el estado


Las prácticas pedagógicas de los profesores, en especial sus operaciones de selección, delatan la tensión entre los valores escolares y los valores mundanos, y entre las disposiciones pequeñoburguesas y las disposiciones burguesas cuyo teatro es la institución escolar. Si bien la institución escolar sólo reconoce por
completo la relación con la cultura que no se adquiere sino fuera de la escuela, no puede desvalorizar por completo la relación escolar con la cultura sin renegar de su propio modelo de inculcación; reservando sus favores a los que le deben menos en lo tocante a lo esencial, no puede negar del todo a quienes todo le deben y exhalan una buena voluntad y una docilidad que tampoco puede desdeñar.

De hecho esta es una de las partes mas importantes en la que se hace una critica a la enseñanza docente sobre todo en lo referente a las practicas de los valores, en las cuales la institución educativa tiende a fortalecerlos. Tambien nos habla acerca de la preservacion de la cultura, en la que la escuela le da poca importancia a este tema, siendo que esta tambien forma parte de esa cultura.

Y, de hecho, la escuela tiende a considerar con indulgencia una mala relación con la cultura cuando se presenta como el tributo por una buena relación con la Escuela: los jurados de agrégation, que condenan
con el mayor vigor la “soltura” y la “seguridad altiva” (signo de falta de respeto hacia la cultura y el jurado), exigen de los aspirantes a profesores que al menos proclamen con el vigor de su postura y el entusiasmo de sus declaraciones la adhesión a la institución y a los valores que ella custodia. 

Requieren constantemente con fervor el “compromiso personal”, la “convicción”, que se oponen tanto a la “indiferencia culpable” como a la “prudencia astuta”. “Ella incluso tuvo el coraje de comprometerse personalmente, con inteligencia y mesura”
(agrégation femenina de Letras Modernas, 1965). Demandan que se “ponga vida”, en el estilo, en la elocución, y celebran la “frescura”, siquiera algo “ingenua”, de los candidatos jóvenes. Recuerdan que
“también es necesario, para una buena lección, tacto, habilidad incluso, y ese mínimo de entusiasmo merced al cual el pensum grammatical se torna un auténtico placer del espíritu” (agrégation femenina de Gramática, 1959). “Los examinadores tienen con demasiada frecuencia la impresión de que un amor escolar por los juegos del lenguaje y por la complicación verbal llega a embotar la percepción exacta de las preguntas, la redacción crítica y la exigencia de lucidez” (concurso de ingreso a la École Normale Supérieure de Ulm, oral
de Filosofía, 1965). Censuran a los “candidatos escépticos en materia literaria, fogueados en ejercicios de acrobacia y el manejo del sic et non” (agrégation masculina de Letras, 1959), sin reprobar, sin embargo, el
recurso a una “retórica de buen temple, que, dentro de los límites de lo razonable, no se prohíbe ni el calor ni la sonrisa” (agrégation femenina de Gramática, 1959). Así, la ambivalente relación que la escuela sostiene con las disposiciones pequeñoburguesas o burguesas (jamás percibidas en su fundamento social) se
superpone, como en sobreimpresión, con la relación ambivalente que ella sostiene con el modo de producción escolar de buenas maneras escolares. Resulta evidente que las intenciones o las voluntades de la institución que la personificación de colectivos como “la escuela” permite evocar no se cumplen sino por
intermedio de los agentes singulares, o, más exactamente, por la mediación de sus disposiciones, que de alguna manera acuden para “reactivar” las tendencias inmanentes de la posición. Así, en el caso específico, los profesores de origen pequeñoburgués (ante todo, los hijos de docentes subalternos) están especialmente predispuestos a entrar en la posición paradójica –e incluso contradictoria– que el sistema de enseñanza les habilita: proclives a oponerse, por un lado, a la fracción proletaroide o a la fracción consagrada de la libre
intelligentsia y, por el otro, a los ocupantes de las posiciones dominantes en el campo del poder, y al verse así constreñidos a definirse con referencia a tomas de posición radicalmente opuestas en materia de cultura, espontáneamente propenden a tomas de posición “medias” que convienen perfectamente a una
burocracia de la conservación cultural encargada de practicar el arbitraje entre las audacias de la vanguardia intelectual y la inercia conservadora de la burguesía.
Tal como las contradicciones entre las disposiciones menesterosas del simple trabajador intelectual y la reprobación moral por el éxito mundano, las tensiones entre el culto de lo “brillante”, correlativo de la depreciación escolar de lo “escolar”, y el necesario reconocimiento de las virtudes estrictamente escolares, se resuelven en la exaltación del término medio y de la medida que define la academica mediocritas, esta suma de virtudes medias (o sacerdotales, en oposición a proféticas), así, del mismo modo que el bien moderado eclecticismo del “buen alumno completo” se opone al empeño “laborioso” del buen alumno “sin brillo” y a la soltura ampulosa del diletante, el equilibrio mesurado del buen tono académico que, formado por elegancia discreta y entusiasmo contenido, supone el saber y la distancia distinguida con el saber, se opone a las sospechosas habilidades del virtuosismo huero o a las audacias incontroladas de la ambición creadora tanto como a las chaturas pedantes del didactismo o a las torpezas mal inspiradas de la pura erudición.


Pero paradójicamente, por intermedio del culto de la “maestría”, al cual los profesores de Filosofía se han sacrificado más que ninguna otra categoría de docentes, la institución escolar llega a obtener una abnegación y una ofrenda de sí que ningún reglamento institucional podría asegurar. En efecto, ella proporciona, a la vez, las coacciones, programas, horarios o manuales, y las libertades, también institucionalizadas, de jugar con las reglas institucionales, no para transgredirlas sino para trascenderlas (conservándolas): las proezas más típicamente carismáticas, que casi siempre tienen por principio el más o menos ostentatorio renunciamiento a las protecciones más visibles de la institución (fuente suprema de afirmación de la excelencia de la persona),
acrobacias verbales, alusiones herméticas, referencias desconcertantes u oscuridades perentorias, tanto como las recetas técnicas que les sirven de soporte o de sustituto, como el disimular las fuentes o introducir bromas concertadas, deben su eficacia simbólica a la situación de autoridad que la institución les habilita. Autorizando a los aspirantes el dominio de la elusión de la autoridad de la función (en beneficio de su persona), la institución se asegura el medio más confiable para obtener que el funcionario ponga todos los recursos y todo el celo de su persona al servicio de la función, al mismo tiempo que tiende a desviar a cuenta de lo que se comunica el prestigio (en sí desviado) que la manera “irreemplazable” de comunicarlo procura al autor intercambiable de la comunicación.
Pero es necesario citar aquí algunos extractos de una obra idealtípica que expone simultáneamente la verdad de la función profesoral por medio de los enunciados negados (“es verdad… pero…”) y la verdad de la experiencia de esta función que, al ser alentada por la definición tradicional de la función, forma parte de la definición completa de cualquier práctica profesoral realizada: “El maestro,es verdad, se encuentra con el discípulo según las normas y las instituciones de la instrucción pública, al menos en el caso más general.
Pero mientras esas modalidades técnicas sean predominantes, la relación sigue siendo una relación de enseñanza, y el docente de escuela primaria, el de escuela secundaria, que cumplen honestamente su rol de funcionarios, no son maestros en sentido estricto. La maestría suele presuponer ciertas condiciones materiales y técnicas, pero se vale de ellas más de lo que está a su servicio. Establecimientos escolares, ciclos y programas de estudio proporcionan pretextos y ocasiones para el encuentro. Con la salvedad de que esas condiciones no son necesarias, pues la relación maestro-discípulo puede entablarse por fuera de ellas. No son suficientes, pues el docente puede existir sin ser ‘maestro’”. “No se llega a ser maestro, por
delegación rectoral o resolución ministerial, el día que uno pasó con éxito por las pruebas del certificado de aptitud pedagógica, de la licenciatura o de la agrégation. Un decreto de designación puede nombrar a un docente de primaria o a un profesor; pero no tiene poder para consagrar un maestro; como, por otra parte, ningún decreto puede suspenderlo o revocarlo. […] Y aún más: la mayor parte de los docentes no son maestros. Dan clases, dan cursos, como buenos funcionarios. Redistribuyen los conocimientos que han acumulado, pero jamás han tenido la idea de que más allá de las verdades que profesan se afirma una verdad más alta. […] Al profesor no se le demanda más que un saber; del maestro, uno reclama otra competencia, que supone la superación y la relativización del saber.” “La realidad de los horarios, de los programas y de los manuales, cuidadosamente estipulada por los tecnócratas ministeriales, no es sino una manera de engañifa. Es verdad que los rituales de la grilla horaria suelen llegar a abusar de los ejecutantes
tanto como de la masa de los ajusticiables. Y por otra parte, es necesario un cronograma, sin el cual la sociedad escolar […] sucumbiría muy rápidamente a la descomposición material y moral. Pero ese cronograma no es sino un pretexto; su verdadera función es la de moderar el encuentro furtivo y afortunado, el diálogo del maestro y el discípulo, es decir, la confrontación de cada uno consigo mismo.”11 11 G. Gusdorf, Pourquoi des professeurs?, París, Payot, 1963, pp. 10, 49, 105 (el destacado me pertenece). [Para qué los profesores, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1969.]
Así, la homología que se observa entre, por una parte, las estructuras objetivas de la institución –como la distribución de los saberes, de los autores, y, correlativamente, de los maestros y de los alumnos entre “disciplinas” (o “materias”) objetivamente jerarquizadas– y, por la otra, las estructuras mentales, cuya manifestación puede aprehenderse en los productos clasificados o en los discursos que acompañan las operaciones de clasificación, autoriza a concluir que mediante las estructuras de la institución escolar, tanto como mediante el trabajo pedagógico, se inculcan e imponen los esquemas que estructuran la percepción, la apreciación, el pensamiento y la acción. La armonía entre las propiedades objetivamente ligadas a las diferentes posiciones en las estructuras objetivas y las propiedades sociales y escolares de los alumnos o de los maestros correspondientes encuentra su principio en la dialéctica, a primera vista inextricable, que se establece entre las estructuras mentales y las estructuras objetivas de la institución (como la jerarquía
de áreas, establecimientos o disciplinas). Si es bueno recordar, contra cierta visión mecanicista de la acción, que los agentes sociales, individual, y también colectivamente, construyen la realidad social, es necesario no olvidar, como suelen hacer los interaccionistas simbólicos y los metodólogos, que ellos no construyeron las categorías que hacen funcionar en esa construcción: las estructuras subjetivas del inconsciente que operan en los actos de construcción, de los cuales las apreciaciones escolares son un ejemplo entre otros, resultan
de un largo y lento proceso inconsciente de incorporación de las estructuras objetivas. Así, las estructuras objetivas de la institución escolar (como la jerarquía de las disciplinas) y, por medio de la homología que las une a ellas, las estructuras del espacio social, orientan, al menos negativamente, los actos que pretenden conservar o transformar esas estructuras. El problema no reside donde lo sitúan quienes, según la moda del momento, anuncian en las gacetas la muerte o la resurrección del “sujeto”: es sólo cuestión de otorgar a un agente –que no es necesariamente el sujeto de sus pensamientos y de sus actos– la parte que le incumbe efectivamente en la conservación o transformación de las estructuras y, junto con eso, restituirle la responsabilidad que asume sin saberlo cuando, dejándose guiar por un inconsciente que es lícito denominar
alienado, ya que es tan sólo exterioridad interiorizada, acepta volverse en el sujeto aparente de acciones que tienen por sujeto la estructura.

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